Si tuviera que quedarme con algo en la vida, seguramente escogería el placer de descubrir un nuevo cuerpo.
Primero son las manos. Hay mujeres que siempre tendrán manos de niña, manos en las que cada dedo, con sus uñas blancas y redondas como gotas de leche, te recuerdan cuando jugabas a contarte verdades escondido en algún rincón del colegio con tu primer amor. Otras tienen manos de nervio, con los huesos en tensión. Parece que vayan a tocar a Rachmaninov en las teclas de la mesa en la que nunca relajan las manos mientras tomas la primera copa de la cita.
Las manos te llevan a los ojos, ese órgano que despierta la música del romanticismo. A mi me gusta bañarme en las pupilas, observar cómo se dilatan cuando están felices, un disco oscuro que parece que quiere ocupar todo el espacio y tragarte entero como un agujero negro. A veces los ojos brillan porque unas lágrimas necesitaban decir aquí estamos, y entonces se me rompe el cuerpo.
Si las lágrimas llegan a los labios, desearía beber a besos lentamente el líquido amargo. Y acercar mis dedos a la carne, pellizcar con ternura el labio inferior, y besar la frente y la nuca y las mejillas y sumergirme por tu boca hasta donde nacen las lenguas. Porque nunca se conoce del todo un cuerpo hasta que no se muerde, hasta que te suplica que no pares nunca.
Sentados en el sofá, me gusta descubrir bajo la camiseta el bello que se escapa como la hiedra. Y coger de nuevo tu mano, y dejar que marque el camino hacia la herida eterna.
De pequeño en el colegio me costaba subir las escaleras, y una compañera de clase siempre tomaba mi mano para ayudarme. Ahora también te pido ayuda, que me dejes coger tu mano, y subamos las escaleras del placer juntos desde este sofá que es cielo y es infierno.
Pero antes, los cuerpos deben desnudarse poco a poco, a lo largo de horas, días, a veces incluso semanas, sin necesidad de quitarse la ropa. Descubres un poco el pantalón, y me enseñas la cicatriz de una quemadura en el tobillo. Unas gotas de aceite saltaron de la sartén en un descuido, me dices, y marcaron tu piel como un cordero.
O quizás es un lunar gigante en la muñeca, peludo y algo asqueroso, que intentas disimular bajo la lana del jersey que compraste de rebajas en Zara. A veces el lunar se esconde en un hombro de dientes de leche, y parece que el equilibrio del universo depende de ese mínimo punto, y sitúas tu dedo encima, y sonríes, y todo lo demás no importa porque no tiene importancia.
Si tuviera que quedarme con algo en la vida, seguramente escogería el placer de descubrir un nuevo cuerpo. Adivinar las marcas que lo hacen único, las marcas que sólo la intimidad es capaz de tejer entre nosotros a lo largo de los días, de los años.
Ahora que estoy a punto de estar solo de nuevo, tengo miedo de haber olvidado ese placer, y solamente ser capaz de escribirlo.
domingo, 20 de diciembre de 2009
jueves, 17 de diciembre de 2009
Tarde analógica de domingo
El domingo José Ángel nos invitó a pasar la tarde en su casa. El objetivo: construir un esqueleto de barro. Las personas: sus deliciosas compañeras de piso, un pitoniso gay muy simpático, la Melendi, Landiman y Malena la bella.
El resultado fue este:
El resultado fue este:
Al terminar con el esqueleto, cogí la guitarra y me puse a tocar y cantamos juntos, y una chica junto a mí tocaba el xilofón, y supimos conectar.
El pitoniso gay nos fue leyendo el tarot a todos, menos a mí. Yo escuchaba, y las cartas que leía a los demás me parecía que me las leía a mí. Fue divertido, y a la vez algo perturbador.
(Aunque para perturbadora, La Celda 211, ayer la vimos en Madrid con Cris. Conviene no verla solo, más que nada porque así uno puede realizar alguna mirada cómplice de vez en cuando, y compartir unas palomitas, y la película no te machaca tanto, porque hay otra vida más allá de la pantalla.)
Mis fines de semana son últimamente analógicos. Procuro atender poco o nada el teléfono, mantenerme lejos del alcance de internet, y dedicarme a tomar fotos, tocar, leer, escribir, ver El Padrino en la filmoteca. Celebrar el cumpleaños de un amigo que ha sido padre y sale con su mujer y con todos nosotros después de muchos meses.
Mi semana laboral no es para nada analógica, por eso hasta cierto punto hoy he agradecido que el internet móvil no funcionara en el AVE de camino a casa. Cris, fiel a su leyenda, se ha dormido plácida, y yo he sacado El guardián entre el centeno, y la he leído con el mismo placer que a los 16 años, cuando ni siquiera sabía que existía una cosa llamada internet.
En la industria de internet sobretodo, suele confundirse comunicación con conexión. Yo reivindico el tomarse necesarios momentos de calma, estar con alguien y no tener que decir muchas cosas, pero estar a gusto.
Tomar unas birras, hablar sin tener que demostrar nada, por el puro placer de compartir un pensamiento o un momento.
Hoy, al regresar de Madrid, Landiman me ha pedido fumar juntos un rato. No teníamos papel, así que aunque estaba agotado, hemos bajado al paki, y hemos comprado papel y lo hemos liado. Y hemos empezado a fumar y caminar dando vueltas a la manzana. Al final hemos caminado durante más de una hora, y no hacía frío y hacía mucho frío a la vez.
Ahora tan sólo me queda terminar de escribir, y procurar dormir un rato.
Y pensar que el mundo bien vale esos pequeños momentos cómplices en que nos sentimos unidos, estando muy lejos.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)