A veces uno sale a merendar un chocolate con nata, y termina en un antro de Robadors disfrutando con un concierto de flamenco improvisado y varias cervezas en el cuerpo, y la hora marcando el sueño del día siguiente.
Antonio ha cogido la guitarra, y durante casi una hora la Estrella Morente de Robadors le ha dado al porro, los cubatas y la voz con igual pasión, mientras los demás intentábamos seguir con las palmas y con los ojos.
Al flamenco puedes entrarle, o puedes quedarte a un lado con cara de no entender nada, como con el jazz. Pero el flamenco tiene esas letras, esos versos que se van colando entre las palmas y las cuerdas de la guitarra... "quiero jugar al amor, como la lluvia cae sobre ti".
Y entonces te enamoras de la Estrella, y piensas en la lluvia que tantas veces ha caído sobre ti.
lunes, 22 de marzo de 2010
martes, 16 de marzo de 2010
Lo que al día le pido
Lo que al día le pido ya no es
que me cumpla los sueños, que me entregue
los deseos cumplidos de otros días
porque al fin he aprendido que los sueños
son igual que las alas de un insecto
y al tocarlos el hombre se deshacen;
y es que un sueño al cumplirse es otra cosa
que no ayuda a volar.
Lo que al día le pido es ese sueño
que al rozarlo se parta en otros sueños
lo mismo que una bola de mercurio
y que brille muy lejos de mis manos.
Lo que al día le pido empieza a ser
más difícil incluso de alcanzar
que los sueños cumplidos, porque exige
la fe antigua en los sueños.
Lo que al día le pido es solamente
un poco de esperanza, esa forma modesta
de la felicidad.
de Vicente Gallego
La Plata de los días, de Vicente Gallego, fue uno de los primeros libros de poesía que leí por gusto fuera de las aulas. Me lo compró mi padre, creo recordar, junto a tres o cuatro libros más, cuando todavía íbamos a las librerías y me compraba libros para culturizarme un poco.
Es tarde, y mañana me voy a Madrid a trabajar, y debería estar durmiendo, como tú, pero sigo despierto y pidiéndole al día un poquito más de día.
Yo también quiero un sueño que al rozarlo se parta en otros sueños. Darte un beso, y dejar que brilles muy lejos de mis manos.
que me cumpla los sueños, que me entregue
los deseos cumplidos de otros días
porque al fin he aprendido que los sueños
son igual que las alas de un insecto
y al tocarlos el hombre se deshacen;
y es que un sueño al cumplirse es otra cosa
que no ayuda a volar.
Lo que al día le pido es ese sueño
que al rozarlo se parta en otros sueños
lo mismo que una bola de mercurio
y que brille muy lejos de mis manos.
Lo que al día le pido empieza a ser
más difícil incluso de alcanzar
que los sueños cumplidos, porque exige
la fe antigua en los sueños.
Lo que al día le pido es solamente
un poco de esperanza, esa forma modesta
de la felicidad.
de Vicente Gallego
La Plata de los días, de Vicente Gallego, fue uno de los primeros libros de poesía que leí por gusto fuera de las aulas. Me lo compró mi padre, creo recordar, junto a tres o cuatro libros más, cuando todavía íbamos a las librerías y me compraba libros para culturizarme un poco.
Es tarde, y mañana me voy a Madrid a trabajar, y debería estar durmiendo, como tú, pero sigo despierto y pidiéndole al día un poquito más de día.
Yo también quiero un sueño que al rozarlo se parta en otros sueños. Darte un beso, y dejar que brilles muy lejos de mis manos.
domingo, 14 de marzo de 2010
Estaciones de paso
El tiempo es la materia de los sentimientos, de los pensamientos.
Hace un par de meses, vivo algo obsesionado con el tiempo. Con encontrar el momento adecuado, con terminar a tiempo, con empezar a tiempo.
Tuve que darme tiempo para encontrar el momento adecuado para decir adiós a ocho años a tu lado. Finalmente, tras varios meses de dudas, te dije adiós. Lloramos juntos a miles de quilómetros de distancia, unidos por quién sabe cuántas líneas telefónicas y conmutadores y esas cosas que mantienen a flote las telecomunicaciones mundiales. Te dije adiós, y salí de casa, y fui caminando hasta la playa, y me quedé mirando el mar.
Necesitaba que pasara deprisa el tiempo, que ya fuera Junio o Agosto y la playa estuviera llena de turistas, que me llamaras y me dijeras que estabas bien, que habías conocido a alguien, que nos seguíamos queriendo pero habíamos tomado la mejor decisión posible, que por fin agradecías que hubiera decidido herirte.
Pero el tiempo va a su ritmo, y aunque ya no temo por ti, la vida sigue teniendo el mismo color agridulce, y sigo temiendo la soledad inevitable de las horas sin sentido. Y sigo obsesionado con el tiempo, con empezar, con terminar. Algo no termina de encajar, algo me hace pensar que a pesar de ser muy afortunado, la vida no es todo lo que podría ser.
En mi vida cotidiana, estar a tu lado me hace olvidar no sé qué vida, no sé qué remordimientos, no sé qué esperanzas. Te estiras junto a mí en la cama, y acaricio tu piel, y me abrazas con tus brazos y tus piernas, y me das un beso (bueno, ¡muchos!), y huelo a la vez en las sábanas tu ausencia y tu presencia. Porque tú también estás lejos de mí, como yo. Tú también eres tiempo que no sabe si termina o comienza.
En el trabajo, aparecen otras personas que dicen ser yo mismo, otras pasiones que dicen ser mi pasión verdadera. Sin embargo, lo único que me apetece es estirarme y ver la luna desde la habitación de un hotel
Estirarme, y fumar marihuana, y olvidarme absolutamente de todo excepto de la luna. La luna, mi intemporalidad hecha materia, la luz en la oscuridad que un día tiene que hablarme sin rodeos, y contarme la verdad de la mentira.
En el tren de la vida, hay estaciones de paso, hay relojes que marcan a la vez el comienzo y el final del viaje. Entonces, es necesario pararse a escribir, y apreciar el privilegio de poder sentarse en el andén. Escribir, como ahora, y aceptar el regalo de la luz del día.
Quizás el secreto sea que siempre quede una pieza por encajar, quizás sea aceptar que la felicidad se encuentra en las estaciones de paso, en el tiempo incierto de un reloj que es a la vez principio y final.
Hace un par de meses, vivo algo obsesionado con el tiempo. Con encontrar el momento adecuado, con terminar a tiempo, con empezar a tiempo.
Tuve que darme tiempo para encontrar el momento adecuado para decir adiós a ocho años a tu lado. Finalmente, tras varios meses de dudas, te dije adiós. Lloramos juntos a miles de quilómetros de distancia, unidos por quién sabe cuántas líneas telefónicas y conmutadores y esas cosas que mantienen a flote las telecomunicaciones mundiales. Te dije adiós, y salí de casa, y fui caminando hasta la playa, y me quedé mirando el mar.
Necesitaba que pasara deprisa el tiempo, que ya fuera Junio o Agosto y la playa estuviera llena de turistas, que me llamaras y me dijeras que estabas bien, que habías conocido a alguien, que nos seguíamos queriendo pero habíamos tomado la mejor decisión posible, que por fin agradecías que hubiera decidido herirte.
Pero el tiempo va a su ritmo, y aunque ya no temo por ti, la vida sigue teniendo el mismo color agridulce, y sigo temiendo la soledad inevitable de las horas sin sentido. Y sigo obsesionado con el tiempo, con empezar, con terminar. Algo no termina de encajar, algo me hace pensar que a pesar de ser muy afortunado, la vida no es todo lo que podría ser.
En mi vida cotidiana, estar a tu lado me hace olvidar no sé qué vida, no sé qué remordimientos, no sé qué esperanzas. Te estiras junto a mí en la cama, y acaricio tu piel, y me abrazas con tus brazos y tus piernas, y me das un beso (bueno, ¡muchos!), y huelo a la vez en las sábanas tu ausencia y tu presencia. Porque tú también estás lejos de mí, como yo. Tú también eres tiempo que no sabe si termina o comienza.
En el trabajo, aparecen otras personas que dicen ser yo mismo, otras pasiones que dicen ser mi pasión verdadera. Sin embargo, lo único que me apetece es estirarme y ver la luna desde la habitación de un hotel
Estirarme, y fumar marihuana, y olvidarme absolutamente de todo excepto de la luna. La luna, mi intemporalidad hecha materia, la luz en la oscuridad que un día tiene que hablarme sin rodeos, y contarme la verdad de la mentira.
En el tren de la vida, hay estaciones de paso, hay relojes que marcan a la vez el comienzo y el final del viaje. Entonces, es necesario pararse a escribir, y apreciar el privilegio de poder sentarse en el andén. Escribir, como ahora, y aceptar el regalo de la luz del día.
Quizás el secreto sea que siempre quede una pieza por encajar, quizás sea aceptar que la felicidad se encuentra en las estaciones de paso, en el tiempo incierto de un reloj que es a la vez principio y final.
martes, 2 de marzo de 2010
Lectoras
Una amable lectora me envía esta foto de la luna que, dice, ilustra mis teorías sobre la luz de la luna.
Por algún motivo, siempre he tenido más lectoras que lectores. Me gusta que así sea, pues todo el mundo sabe que el femenino es un sexo superior.
Hace unos años, bastantes, era incapaz de bromear con una mujer. Me costaba muchísimo hablarles. Entonces escribía más que ahora, seguramente porque escribía en papel. De mis historias siempre solían gustar mucho los diálogos: "Son muy frescos, muy reales". Y sin embargo, me era imposible trasladar esos diálogos a mis tímidas conversas con el sexo opuesto.
Años más tarde, vivir en Londres con tres mujeres durante seis meses me cambió definitivamente. Levantarse cada mañana era un amor: Anna saliendo del baño oliendo a jabón y con la toalla enrollada en el cuerpo, Amelie quejándose por llegar tarde, Laura bostezando en pijama preparando el desayuno. A veces, en noches de insomnio, Laura y Anna me contaban su sueño de abrir una escuela de cocina en la Toscana, y yo me imaginaba casado con las dos, en una harmonía perfecta con la naturaleza y con sus cuerpos.
Después me mudé de piso (todo lo bueno termina, o lo acabamos jodiendo, que viene a ser lo mismo). Conocí a Nabilah, una musulmana que se escandalizaba cuando le tocaba la mano o usaba su cuchillo para cortar el chorizo que me mandaba mi madre. Y también a Wuiwui, una periodista china afincada Malasia que despertó mi morbo por las periodistas. Y que no se escandalizaba cuando le tocaba la mano, y disfrutaba con el jabugo.
Y a partir de entonces, me hice adicto a hablar y reír con mujeres. Pocas cosas hay mejores. Me encanta que me mientan, que me digan la verdad, que se enfaden (sólo un poquito), que escojan películas horriblemente cursis para ver en casa con un porrito, que me lleven a ver una buena película al cine y se coman todas las palomitas.
Existe todavía algo innatural en la amistad con una mujer, y ese algo me atrapa. Ese algo despierta en mí una personalidad distinta, una máscara con la que me gusta jugar.
Por esto también me gusta que, de vez en cuando, una amable lectora me mande una foto para recordarme que las palabras no siempre se las lleva el viento de la noche.
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