El tiempo es la materia de los sentimientos, de los pensamientos.
Hace un par de meses, vivo algo obsesionado con el tiempo. Con encontrar el momento adecuado, con terminar a tiempo, con empezar a tiempo.
Tuve que darme tiempo para encontrar el momento adecuado para decir adiós a ocho años a tu lado. Finalmente, tras varios meses de dudas, te dije adiós. Lloramos juntos a miles de quilómetros de distancia, unidos por quién sabe cuántas líneas telefónicas y conmutadores y esas cosas que mantienen a flote las telecomunicaciones mundiales. Te dije adiós, y salí de casa, y fui caminando hasta la playa, y me quedé mirando el mar.
Necesitaba que pasara deprisa el tiempo, que ya fuera Junio o Agosto y la playa estuviera llena de turistas, que me llamaras y me dijeras que estabas bien, que habías conocido a alguien, que nos seguíamos queriendo pero habíamos tomado la mejor decisión posible, que por fin agradecías que hubiera decidido herirte.
Pero el tiempo va a su ritmo, y aunque ya no temo por ti, la vida sigue teniendo el mismo color agridulce, y sigo temiendo la soledad inevitable de las horas sin sentido. Y sigo obsesionado con el tiempo, con empezar, con terminar. Algo no termina de encajar, algo me hace pensar que a pesar de ser muy afortunado, la vida no es todo lo que podría ser.
En mi vida cotidiana, estar a tu lado me hace olvidar no sé qué vida, no sé qué remordimientos, no sé qué esperanzas. Te estiras junto a mí en la cama, y acaricio tu piel, y me abrazas con tus brazos y tus piernas, y me das un beso (bueno, ¡muchos!), y huelo a la vez en las sábanas tu ausencia y tu presencia. Porque tú también estás lejos de mí, como yo. Tú también eres tiempo que no sabe si termina o comienza.
En el trabajo, aparecen otras personas que dicen ser yo mismo, otras pasiones que dicen ser mi pasión verdadera. Sin embargo, lo único que me apetece es estirarme y ver la luna desde la habitación de un hotel
Estirarme, y fumar marihuana, y olvidarme absolutamente de todo excepto de la luna. La luna, mi intemporalidad hecha materia, la luz en la oscuridad que un día tiene que hablarme sin rodeos, y contarme la verdad de la mentira.
En el tren de la vida, hay estaciones de paso, hay relojes que marcan a la vez el comienzo y el final del viaje. Entonces, es necesario pararse a escribir, y apreciar el privilegio de poder sentarse en el andén. Escribir, como ahora, y aceptar el regalo de la luz del día.
Quizás el secreto sea que siempre quede una pieza por encajar, quizás sea aceptar que la felicidad se encuentra en las estaciones de paso, en el tiempo incierto de un reloj que es a la vez principio y final.
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