Terminó el congreso, y regresé al hotel cansado. Me estiré en la cama, dispuesto a dormirme con el ruido de la lluvia. Miré el techo inclinado: una ventana me mostraba la oscuridad del cielo, y a un lado la luna, tímida pero brillante, blanca, imperfecta.
Entonces me pregunté por qué brilla la luna, por qué es blanca en mitad de la oscuridad. La lluvia golpeaba el cristal de la ventana con la fuerza necesaria para no dejarme escuchar nada más que el pulso de la sangre en las venas de mi oreja descansando contra el cojín.
¿Por qué brilla la luna, si todo lo demás está oscuro a su alrededor?
Cierto, la luz de la luna nace en el sol. Entonces, ¿por qué no vemos los rayos del sol en su trayecto hacia la luna? Me levanté para ir al baño, y me fumé un cigarrillo sentado en el retrete. Pensé en la cantidad de personas con las que había hablado durante el día, y me pregunté si alguna vez se habían hecho la misma pregunta.
Me pregunté también si tenían una ventana en el techo de su dormitorio, me pregunté si dormían acompañadas, me pregunté si se alegraban por dormirse junto a alguien, y si al despertar les seguía alegrando encontrar a alguien respirando a su lado. El mundo puede ser fascinante cuando nos preguntamos este tipo de cosas acerca de las personas que se sientan en el metro frente a nosotros.
Regresé a la cama. Estaba sólo después de un largo día de trabajo, en una ciudad extraña, en una habitación extraña, en unas sábanas extrañas, con la única compañía de la noche y mis libros y mis pensamientos. Y la digestión de la cena, y el Ribera del Duero en mi cabeza.
Resulta que la luna brilla cuando la luz del sol impacta contra su superficie. Resulta también, que la luz viaja en la oscuridad. Es una extraña paradoja, como las sábanas que me envolvían. La intuición nos dice que la luz, al viajar, ilumina todo lo que encuentra a su paso. Y así es. Pero si a su paso no existe nada, la luz viaja en la oscuridad.
El universo está vacío de reflejos, no hay polvo, no hay partículas, no hay nada que refleje nada. Cuando la luz del sol viaja hacia la luna, no la vemos hasta que no impacta contra la luna misma. Por eso la luna brilla en la oscuridad, porque vive suspendida en el vacío.
Me hubiera gustado ser capaz de llegar a esta conclusión ayer por la noche, pero he necesitado de la ayuda de Landiman, mi querido y eterno compañero de piso, para encontrar la explicación. Se supone que soy físico, y que debiera saber estas cosas, pero no las sé. Yo sólo veía la luna brillando en la oscuridad, y sólo supe preguntarme por qué no veía los rayos del sol.
Landiman me ha contado que él tampoco se formuló esta pregunta cuando estudiamos juntos la licenciatura en física. Landiman se formuló esta pregunta cuando era pequeño, y encontró la respuesta muchos años más tarde, estirado en una playa nocturna, durmiendo al aire libre junto a la persona con quién quería despertar al lado todos los días de su vida.
Ahora, me iré a la cama feliz y tranquilo por haber comprendido algo que merece la pena comprender al menos una vez en la vida.
Deberíamos preguntarnos más a menudo por qué brilla la luna en la oscuridad. Quizás, entonces, sólo aspiraríamos a tener una ventana en el techo de nuestra habitación. Quizás, entonces, nos bastaría en la vida con tener el tiempo necesario para perderlo mirando al techo, mirando al cielo, escuchando la lluvia y la sangre golpeando nuestra oreja.
Pero nos gusta complicarnos la vida. Nos gusta pensar que necesitamos ser realistas, y aspirar a tener sólo aquello que podemos tener, lo que ya todos tienen tarde o temprano. Y siendo realistas, dejamos de comprender la naturaleza de la luz, la realidad misma.
La luz viaja en la oscuridad, porque no la vemos hasta que no impacta contra un cuerpo. Entonces, mientras viaja en el vacío, ¿existe la luz?
La próxima vez que contemples la oscuridad, piensa que está llena de luz, y que sólo debes estar dispuesto a perder el tiempo para que brille blanca como tu piel, como la luna.
Porque sólo cuando estamos dispuestos a perder el tiempo, cuando nos estiramos en la cama y renunciamos a tocar con los pies en el suelo, existe la luz en la oscuridad.
jueves, 25 de febrero de 2010
domingo, 14 de febrero de 2010
La mentira
A los once años, me apunté a un cursillo de karate con un amigo con el que solíamos ver películas de Bruce Lee.
Una tarde, me dio palo ir a clase. Así que me di media vuelta, regresé a casa y le dije a Teresa, la asistenta, que el profe estaba enfermo y se había cancelado la clase. Repetí la misma mentira a menudo en los días que siguieron. Tanto la repetí, que Teresa acabó por llamar al curso y preguntar por qué fallaba tanto el profesor, y descubrió la verdad.
Me llevé una buena bronca, pero en lugar de acojonarme, me impulsó a mejorar mi técnica de la mentira. Poco a poco, empecé a aficionarme a mentir de manera rutinaria. Cualquier cosa, por insignificante, era buena excusa para inventar una nueva mentira.
Algunas mentiras duraban tantos días, tantos meses, que tuve que construirme una especie de universo paralelo en el que incluía todas las mentiras, y que me permitía navegar con fluidez en mis relaciones con los demás. Era apasionante. La realidad, tan absurda, tan vulgar, se volvía primavera en mi jardín de mentiras. Y yo las regaba y las hacía crecer, y a veces decidía cortarlas a mi antojo, y se las servía a mi incrédula madre, que se comenzaba a preocupar por mi creciente obsesión.
Ahora creo que mentir o no mentir ya no me obsesiona. He vivido escenas de dolor extremas que me han convertido en un personaje algo cínico, que tiende a preocuparse únicamente por lo que merece la pena en este mundo: la amistad y el amor. Por eso el otro día me hizo gracia que una compañera de trabajo me dijera, en un descanso de la reunión con un cliente en Madrid: "si manipulas así a los clientes, no quiero ni pensar en cómo nos debes manipular a nosotros".
Al terminar la reunión, regresamos al hotel. Me estiré en la cama con ese gusto tan bueno que da estirarse en una cama limpia. Abrí los brazos y miré hacia el techo. Y me pregunté si alguna vez había manipulado a mi compañera de trabajo, que dormía la siesta en la habitación de al lado.
Supongo que sí, que sigo mintiendo. Pero es que yo creo en los mentirosos que me hacen reir, y desconfío de la sinceridad del aburrimiento. Un hecho sólo es verdadero cuando sucede. Después, todo son mentiras.
Debí dormir unos quince minutos antes de levantarme y lavarme los dientes. Sin ponerme las bambas, salí de mi habitación, y llamé en la puerta al otro lado del vestíbulo.
Y cuando me abrías la puerta, cogí aire para seguir mintiendo.
Una tarde, me dio palo ir a clase. Así que me di media vuelta, regresé a casa y le dije a Teresa, la asistenta, que el profe estaba enfermo y se había cancelado la clase. Repetí la misma mentira a menudo en los días que siguieron. Tanto la repetí, que Teresa acabó por llamar al curso y preguntar por qué fallaba tanto el profesor, y descubrió la verdad.
Me llevé una buena bronca, pero en lugar de acojonarme, me impulsó a mejorar mi técnica de la mentira. Poco a poco, empecé a aficionarme a mentir de manera rutinaria. Cualquier cosa, por insignificante, era buena excusa para inventar una nueva mentira.
Algunas mentiras duraban tantos días, tantos meses, que tuve que construirme una especie de universo paralelo en el que incluía todas las mentiras, y que me permitía navegar con fluidez en mis relaciones con los demás. Era apasionante. La realidad, tan absurda, tan vulgar, se volvía primavera en mi jardín de mentiras. Y yo las regaba y las hacía crecer, y a veces decidía cortarlas a mi antojo, y se las servía a mi incrédula madre, que se comenzaba a preocupar por mi creciente obsesión.
Ahora creo que mentir o no mentir ya no me obsesiona. He vivido escenas de dolor extremas que me han convertido en un personaje algo cínico, que tiende a preocuparse únicamente por lo que merece la pena en este mundo: la amistad y el amor. Por eso el otro día me hizo gracia que una compañera de trabajo me dijera, en un descanso de la reunión con un cliente en Madrid: "si manipulas así a los clientes, no quiero ni pensar en cómo nos debes manipular a nosotros".
Al terminar la reunión, regresamos al hotel. Me estiré en la cama con ese gusto tan bueno que da estirarse en una cama limpia. Abrí los brazos y miré hacia el techo. Y me pregunté si alguna vez había manipulado a mi compañera de trabajo, que dormía la siesta en la habitación de al lado.
Supongo que sí, que sigo mintiendo. Pero es que yo creo en los mentirosos que me hacen reir, y desconfío de la sinceridad del aburrimiento. Un hecho sólo es verdadero cuando sucede. Después, todo son mentiras.
Debí dormir unos quince minutos antes de levantarme y lavarme los dientes. Sin ponerme las bambas, salí de mi habitación, y llamé en la puerta al otro lado del vestíbulo.
Y cuando me abrías la puerta, cogí aire para seguir mintiendo.
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