domingo, 9 de julio de 2006

Bewitched, bothered and bewildered

Cuando llegamos a casa amanece. Dejamos los gintonic moribundos en vaso de plástico de la discoteca, ponemos música en el iTunes, miras por el balcón los cientos de balcones que la luz pinta de nuevo, como cada mañana, iguales. Te tomo una foto que ahora miro, y no sabría decir si acabas de levantarte o regresas de una noche de cerveza y ginebra, porque tu piel resplandece y oscurece a un tiempo como el agua del mar.

Y es extraño, extraño porque de repente Ella Fitzgerald canta Bewitched, bothered and bewildered, y el mejor piano, y la mejor voz, y los gemidos de los gatos del patio, acogen un baile que es abrazo, un abrazo que es bailar muy lento, apenas insinuado, apenas bailar.

Sé que si intento besarte dejaremos de abrazarnos, y la luz del dia será más real porque nos indicará la realidad. Y así ocurre, y te vas, y dices adiós con palabras, pero luego retrocedes y dices adiós con un beso en cada mejilla.

Y yo regreso a mi cuarto, y miro los gintonic, y 21 horas más tarde me siento a escribir escuchando la misma canción de Ella Fitzgerald. La lista de reproducción del iTunes dura exactamente tres horas y veinticinco minutos, las mismas tres horas y veinticinco minutos que me separan ahora del momento del dia anterior que ahora evoco.

A veces las casualidades suceden. A veces, las casualidades son las únicas cosas capaces de evocar las certidumbres del mundo. Compartir la soledad es una hermosa paradoja.

Pero no entiendas estas palabras como una evocación romántica. Se trata simplemente de escribir un momento. Segundos compartidos junto a un cuerpo y a una canción que sólo intuyo ciertos cuando suceden. Es inútil buscar explicaciones para las cosas que sólo tienen sentido cuando suceden.

Este es un texto incompleto, incierto, verdadero o quizás falso. Pero no escribo para explicar ninguna verdad. Tan sólo se trata de escribir, pensar, acompañar a una cerveza y quizás despertar en ti, lector, un ápice de complicidad; sentirnos más verdaderos.

Cuando llegamos a casa amanece. Miras por el balcón los cientos de balcones que la luz pinta de nuevo, como cada mañana, iguales. Te tomo una foto que ahora miro, y no sabría decir si acabas de levantarte o regresas de una noche de cerveza y ginebra, porque tu piel resplandece y oscurece a un tiempo como el agua del mar.

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