domingo, 22 de mayo de 2005

Ayer volví a ver Melinda & Melinda. Tenía unas horas libres, me había despertado muy tarde y me apetecía estar sólo otra vez en la sala de la Filmoteca. Tuve que cambiarme tres veces de asiento para asegurarme que nadie tenía delante, y por fin se
apagaron las luces y me dejé llevar.

La película plantea la siguiente pregunta: ¿la vida es trágica o, por el contrario, es una comedia? A partir de ahí, Woody Allen construye dos historias paralelas, una en clave trágica y la otra en clave de comedia, con los mismos protagonistas y argumentos parecidos. En un momento de la película, Melinda deja caer una lágrima de sus ojos azules. Ellis le pregunta si es una lágrima de tristeza o una lágrima de felicidad. Y Melinda responde "ain't those the same tears?"... "acaso no son las mismas lágrimas?"

Y esta es la clave de la película. Lágrimas de felicidad o de tristeza, en el fondo son las mismas lágrimas. En el fondo, no dejamos de ser nosotros, nuestra vida, un mismo sentimiento: el sentimiento de estar vivo. No importa sin son lágrimas
de desengaño o de correspondencia, lo importante es que seguimos vivos, y que sólo vivimos una vez. Lo importante es que las lágrimas sigan cayendo de nuestros ojos.

Por la noche, salimos a celebrar mi cumpleaños con Ingrid, Anita, Lu, Marc y Xavi. Fue una noche excelente. Nunca creo haber abrazado a un hombre tantas veces en tan poco tiempo como abracé a Marc... el tipo tiene un buen tipo para ser abrazado :)
Hablamos y bebimos mucho y juramos mucha amistad y bailamos un poco menos: así deben ser las noches. Recuerdo estar a Marc en el New York: le propuse un brindis típico de Georgia, y lo brindamos con el mismo cubata. Y por supuesto, volvimos
a abrazarnos.

Recuerdo también a Ingrid preocupada, con esos ojitos brillantes de humedad y ese espíritu de madre que la hace tan adorable, y esas lágrimas invisibles que son a un tiempo felicidad y melancolía.

Recuerdo a Lu orgullosa una vez más de mostrarnos las delicias de la absenta en el Marsella, relatando las delicias de mezclar marihuana y sexo. Recuerdo pasarle la mano por el hombro y preguntarle si todo iba bien, avanzada ya la noche a las cuatro, y responderme repasando las puntas de mis dedos en busca de la uña que había arañado su piel.

Recuerdo a Xavi con una camiseta de significado dudoso pero chula al fin y al cabo. Recuerdo hablar en inglés con él durante unos buenos veinte minutos, y terminar preguntándonos qué coño hacíamos hablando en inglés.

Finalmente recuerdo hablar con Anita en Les Enfants, y escuchar palabras y deseos que nunca hubiera sospechado en ella. Palabras y deseos que la hacen más vulnerable, pero también más real. Y cuando subíamos Ramblas arriba, con los ojos confiados quise decirle lo que luego nos dijimos al amanecer, cada uno en un lugar ajeno al otro, pero de algún modo conectado por los hilos invisibles de la sinceridad de la amistad que sólo pide a cambio una sonrisa cómplice, un saber que nunca vamos a hacernos daño.

Y en fin, ya había amanecido en casa, y eran las siete cuarenta y cinco de la mañana, y en la cama los cubatas escocían en el estómago. Y sentí una paz que hacía tiempo que no sentía. La misma paz que he sentido esta tarde tomando un café con leche en una terraza del Paseo de Gracia con Ingrid. La misma paz que ya sentí viendo Melinda & Melinda en la Filmoteca, en la oscuridad y sin nadie en la butaca de delante.

Una paz que me dice que no puedo reprocharme nada. Una paz que ya no necesita reprochar nada. A punto de cumplir los 27 años, siento que mi vida sólo está empezando. Siento que tengo la suerte de ser como soy, y que ya no necesito buscar en el amor el salvavidas que me mantenga a flote en el naufragio. Porque no existe tal naufragio. Porque a medida que avanza mi edad, tengo la suerte de conocer a personas como las de anoche, que a su manera me permiten descubrir poco a poco la
complejidad del sentimiento humano, el misterio más apasionante que existe.

Cada uno a su manera. Y eso es lo mejor que pueden darme, y se lo agradezco.

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