Hoy estuve escuchando a Ana María Matute (la televisión, la buena televisión, tiene estas cosas: de repente estás cenando y aparece Ana María Matute en el comedor de tu casa). La vimos, y era una mujer mayor, la piel doblegada en pliegos que se fueron formando a lo largo de ochenta años.
Pero Ana Maria empezó a hablar, y enseguida empecé a escucharla como a una colega, como a alguien con quien me iría a tomar unos gin tonics y me la pasaría de puta madre. Ana Maria empezó a hablar, y otra vez me di cuenta de lo poco que importa la edad y lo mucho que importa tener algo interesante que contar, y saber contarlo.
La vida es cuestión de palabras. Volví a confiar en ella escuchando a Ana Maria. Y quise besar sus ochenta años a la luz del alba, como terminan todas las noches que merecen ser contadas.
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