Hace ya unos meses que decidí cambiar mi ruta hacia el trabajo. Al principio, fue por pura comodidad: prefería realizar un trayecto en metro más largo, pero que me permitía subirme en el metro en la parada de debajo de mi casa. Sin duda, el frío helado de este invierno tuvo mucho que ver.
Sin embargo, poco a poco, he ido descubriendo el verdadero motivo del cambio. El trayecto que ahora sigo me obliga a hacer transbordo en Plaça Catalunya, y en el transbordo, cada día, inexorablemente, a las 8:15 de la mañana, paso por delante de un señor Mexicano que canta rancheras y tangos por igual: la guitarra colgada del hombro y la voz que en su momento fue portentosa, pero que ahora se apaga también inexorable.
Cada mañana, oigo alguna de sus canciones durante diez o quince segundos. Él quieto, en su escenario ficticio bajo tierra (recientemente ha adquirido un amplificador y un micrófono con peana) y yo rápido, acelerando el paso a cada paso.
Nunca me he detenido frente a él, pero a base de verlo fugaz pero repetidamente, he podido distinguir ciertos rasgos en su rostro: una piel sucia, arrugas de viejo de cincuenta años, pañuelo al cuello y cabello de pobre. Y la postura elegante del perdedor. Porque el Mexicano que canta rancheras en el metro a las 8:15 de la mañana es un perdedor nato.
Nunca, decía, me he detenido frente a él, aunque en varias ocasiones he sentido el impulso de, como mínimo, oír entera alguna de sus canciones (del mismo modo que tantas veces he sentido el impulso de salir afuera a Las Ramblas, y pasear entre las rosas frescas de la mañana y sentir la felicidad suprema del ocio en el amanecer de día laborable)
Me pregunto. también, si él se habrá fijado en mí. Evidentemente, no lo ha hecho, del mismo modo que para nada sospecha que ahora mismo esté dedicándole unas líneas que nunca va a leer. Estoy seguro de que, si decidiéramos ir a desayunar juntos, descubriría una vida igualmente insospechada... porque me muero de ganas de saber qué caminos le han llevado a cantar rancheras en el transbordo de Plaça Catalunya, cada día, puntual, a las 8:15 de la mañana.
Pero los únicos que le hablan son los vendedores de paraguas, pulseras y discos piratas, que lo miran con ternura (hay uno que lo mira como un hermano bueno) y a veces comparten con él un cafe y unas palabras. Es lógico: son compañeros de oficina.
Le comenté a Landiman el otro día que me gustaría realizar un documental sobre la vida en el transbordo de Plaça Catalunya, y en especial sobre algunos de sus personajes. Charlar con ellos, y luego editar un vídeo que sea a la vez un anecdotario de sus vidas y una vida entera a la vez, la vida debajo de la urbe, en un transbordo de metro.
Sé que no voy a hacer nada, no me atreveré no sé si por respeto, por pereza o por miedo o por desgana. Lo que sí sé es que seguiré levantádome cada mñana para ir a trabajar, y que en mi camino escucharé durante diez o quince segundos la voz del Mexicano. Hasta que un día, él o yo, cambiemos de escenario.
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