Mi amor por ti es una aspirina que se disuelve en el agua podrida de mi alma. Ya sólo puedo causarte dolor, el mismo dolor que me llevaba, en la alféizar de la ventana de tantas noches en Berkeley, a preguntarme si esa noche sería la noche en que saltaría al vacío de tus ojos negros.
Supongo qué te preguntas por qué salté, igual que yo me lo pregunto desde el instante mismo de la caída. La respuesta es sencilla: necesitaba sentir tu herida. Ahora la veo sangrar, aunque tú sólo lo intuyas. Veo sangrar tu voz cuando me preguntas si volveremos a vernos, cuando me preguntas si todavía te quiero, y casi lloras aunque quieras disimularlo.
Ya sólo me queda causarte el dolor definitivo, el que nos aparte para siempre, el que
recuerdes siempre, el tacto putrefacto de mis besos y el papel de vidrio de mis caricias. Tendré que calcular bien mis acciones, para que no llegues a recordarme con ninguna dulzura, para que sólo sientas odio y repugnancia.
No quiero ser el que te hizo sentir feliz por unos días, por unos meses, por unos años. No quiero que me recuerdes como el que por primera vez entró en tu cuerpo con el amor de la ignorancia, el único amor verdadero. El amor que se sentía el hombre más feliz del mundo cuando exploraba cada palmo de tu piel como si fuera un desierto. El que apagaba su sed y sus palabras en tu boca, y se dormía a tu lado con el ritmo de tu aliento.
He hecho contigo lo mismo que con mi vida. He construído otra casa imposible al borde del abismo para derruírla y lamentarme. Porque tan sólo sé lamentarme, y ahora entiendo, por fin, que es lo único para lo que tengo talento. Así pues, permíteme sin saberlo la última licencia de mi talento, permíteme poner fin a mi obra macabra.
Voy a perderme en los cajeros automáticos de la asquerosa vida que malgasto, y otra vez te diré que te quiero, y que te necesito a mi lado, para siempre. Y creerás lo que te miento, y cuando estés cerca, esperándome en nuestra cama, arreglada y limpia, una noche cualquiera, no volverás a verme nunca más.
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