La despertaron los llantos. Bostezó, apartó la colcha y se levantó hacia la habitación de la niña. Al cabo de un rato, la niña dormía otra vez con esa cara angelical que sólo cuando duermen tienen los niños.
Fue a la cocina: encendió la luz y se sirvió un vaso de agua mineral. Pensó que mañana tendría que ir a comprar: la nevera estaba tan vacía como la última botella de agua.
Se sirvió una aspirina con agua del grifo, caminó hasta el sofá, cogió el paquete de tabaco y encendió un cigarrillo. Eran las cuatro de la madrugada. Sólo quedaban gatos en la calle, y en el comedor la única luz era el reflejo del fluorescente de la cocina.
El cansancio brillaba en sus ojos grandes y oscuros; tenía apoyados los codos en las rodillas, la espalda inclinada, la mirada absorta frente a la televisión apagada mientras aspiraba el humo mecánicamente. Y entonces, precisamente cuando ya pensaba en regresar a la cama y procurar dormir junto a él un par de horas más, recordó.
Y dime tú cómo sigue este cuento que querría escribir, pero que me coge tarde y con sueño.
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