A veces escribir es un remedio contra la soledad, una buena compañía con quién charlar un rato. Igual que leer, como lee la chica en el tren, miedosa por encontrarse durante media hora cara a cara con la nada y con la espera.
Abre el libro, busca la página donde dejó la lectura la última vez. Algunas llevan un punto para recordar dónde regresaron a la soledad de sus vidas, dónde abandonaron al personaje principal de la novela.
Abre el libro, y entonces ella es mi novela. Empieza decidida, al minuto gira la vista hacia la ventana, vuelve de nuevo al libro. Me gusta ver leer a una mujer. Es algo muy sensual. Me gusta entrar dormido en el tren, por la mañana, con el frío y el sueño, y sentarme al calor de la calefacción y el asiento, y a través del reflejo de la ventana, verla leer. A veces rubia, a veces morena. A veces joven, a veces no tanto.
Las ventanas del tren reflejan escenas fascinantes cada día. Una vez me quedé absorto todo el trayecto en el reflejo del rostro de una chica que miraba el paisaje. Era una imagen de Manet, un Robert Doisneau en color y carne y realidad.
Me gustaría poner algunas buenas fotografías en las paredes junto a mi mesa, en la oficina. Una foto de Marilyn mirando a la càmara con un fondo de árboles desenfocados. La joven de la perla de Vermeer. Harvey Keitel en Reservoir Dogs. Miles Davis en los años 40. El cartel de Manhattan. Un estanque de Lotus chinos.
Caminando por Hong Kong, un dia, vi la flor de Loto. El nenúfar, cuando muere, cae al agua, se sumerge, y fecunda en la tierra otro nenúfar. Pero la flor de loto sólo vive una vez, y no deja descendencia. Muere, y nada nace de ella. Por eso, es muy raro ver una flor de loto.
Tantas imágenes y ninguna, ninguna, me consuela de tu ausencia.
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